San Juan Bautista, nuestro patrón.



Capilla del baptisterio
 “Tenemos mil motivos y mucha materia para gozarnos al celebrar su memoria. Fue una antorcha, y los judíos quisieron disfrutar de su luz. Él, empero, prefirió saborear el fervor de la devoción y deleitarse con la voz del esposo, su amigo. Recreémonos: en ambas cosas: en lo primero por él, y en lo segundo por nosotros. Porque, ardía para sí mismo, y lucía para nosotros. Alegrémonos con su fervor con deseos de imitarle. Disfrutemos de su luz, pero no nos quedemos en ella, sino que su luz nos haga ver la luz: la luz verdadera, que no es él, sino aquél de quien testifica” (San Bernardo).

El 24 de junio, cuando la luz del día comienza a acortarse se celebra la fiesta del nacimiento de san Juan Bautista. Este santo es muy importante para la tradición cristiana. Es como el broche del Antiguo Testamento. Su misión es precisamente preparar el camino al verdadero Salvador. Por eso una vez que predica, que llama la conversión y que reúne al pueblo del Israel, tiene que dejar sitio con humildad a Jesús.

Juan Bautista fue un profeta, el más grande. San Lucas nos describe como ya desde el seno siente la presencia de Jesús en María y salta de gozo. Desde niño se forma y fortalece en la austeridad y el desierto. Y un día sale de él para anunciar al Mesías. No tiene miedo, ni a los fariseos ni a los poderosos… ni al mismo rey. A cada uno le pone en su sitio porque la maldad estorba el camino de Dios. Para acercarse a Él hay que enderezar el camino del corazón, hay que convertirse.

Degollación de san Juan Bautista
El rey Herodes le aprecia y algunas veces le hace caso, pero como su corazón no está en Dios sino  preso del pecado, al final cede ante la presión de su concubina y después de arrestar a Juan le manda decapitar. Muchas implicaciones podemos sacar de esta historia siempre actual: el corazón si no está libre para Dios termina cometiendo injusticias.

Hacemos bien en encomendarnos a san Juan Bautista, nuestro patrón. Nos señala con el dedo al Señor, al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y nos invita a seguir a Jesús. Al mismo tiempo, es modelo de evangelizador para nosotros, empeñados en la nueva evangelización. Nos enseña cómo preparar el camino al Señor invitando a la conversión.  Su humildad nos invita a desaparecer ante la llegada del verdadero Mesías. Su celo y su ardor nos llaman al apostolado y al fervor.

“Queridos hermanos, arda también en nosotros este celo: el amor de la justicia y el odio de la maldad. Hermanos, que ninguno adule el vicio ni arrope el pecado. Nadie diga: ‘¿Soy yo el guardián de mi hermano?’ Callar cuando debes reprender, equivale a consentir” (San Bernardo). 


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