La labor de la Iglesia en el siglo XXI
Por
Antonio Pelayo, sacerdote y periodista.
Comprendo
que estos interrogantes que son de siempre se acentúen aún más hoy en día
ruando la vieja
institución eclesial desvela de sí misma aspectos tan degradantes como
la pedofilia de algunos sacerdotes, la ávida rapiña de algunos de administradores,
la insensibilidad de muchos de sus miembros a las tragedias de la humanidad
individual y colectivamente considerada. Sí, es comprensible que algunos de
nuestros contemporáneos se planteen con toda la seriedad posible estas
dramáticas preguntas y opten por una rotunda negativa.
No
es fácil,
por otra parte, responder a quien se plantea la cuestión en esos términos. Ya
sé que el catecismo nos ofrece un prontuario de respuestas todas ellas capaces
de explicar por qué no solo la Iglesia existe, sino que es algo querido por el
mismo Jesucristo, que la instituyó sobre la frágil estructura de unos
pescadores galileos que tenían del mundo una visión pueblerina y simplista. Y
luego está, por supuesto, esa sorprendente paradoja de que, a pesar de sus
humildes y trabajosos orígenes, de sus errores y traiciones a lo largo de la
historia, ahí esté presente veinte siglos después de haber nacido cuando a su
derecha e izquierda han desaparecido imperios e ideologías que en su día
parecieron imperecederos.
Pero no basta constatar que la Iglesia existe porque
podría
ser como una lejana galaxia cuya existencia podemos certificar pero que poco o
nada influye en nuestras existencias. Ya que existe podemos preguntarnos para
qué sirve y si merece la pena que exista.
Vaya
por delante que yo sí creo en la Iglesia a pesar de
todos los pesares, que no son pocos. Y que me siento muy feliz de ser uno de
sus miembros; uno de sus miembros, eso desde luego, más indignos y que deberían
avergonzarse de no saber dar de ella un testimonio radiante y atractivo, pero
miembro al fin y al cabo, que desea morir, cuando Dios quiera, dentro de su
seno maternal.
Si
se me preguntara cuál creo que debe ser la tarea
prioritaria de la Iglesia en el siglo XXI mi respuesta es inmediata: luchar contra el eclipse
de Dios al que asistimos. Si la presencia de Dios se eclipsa en la mente y en
el corazón de la humanidad es porque el hombre, como un satélite inoportuno y
orgulloso, se interpone entre Él y nosotros robándonos su luz y su calor. Y
cuando esto sucede y no es algo pasajero sino permanente comenzamos a darnos
cuenta de que llega la glaciación de los espíritus, la destrucción de la vida,
la aniquilación de aquello más auténticamente humano que anida en nuestro ser
convirtiéndonos en unos robots dirigidos por un telecomando que acabará
enloqueciéndose y llevándonos a la catástrofe individual y colectiva.
Es una tarea colosal, ya que el hombre ha llegado a
adquirir un poder extraordinario sobre realidades que durante siglos han
escapado totalmente a su control pero que hoy domi-11,1 sin titubeos. Era, sin
duda, más
fácil vivir religiosamente cuando no se sabían explicar ni los fenómenos
metereológicos ni los entresijos del cuerpo humano. Pero en el siglo XXI la ciencia y la tecnología han alcanzado
un desarrollo tal que el hombre puede sentir la tentación de prescindir de Dios
como de un innecesario.
Solo
la fe con la razón puede impedir que el hombre cometa ese fatal
error. Una fe, por supuesto, que sea algo más que una tradición social, una
herencia aceptada casi por obligación. Una fe viva, alegre, creativa, liberadora, vivida en comunidad
de creencias y afectos con otros hombres y mujeres sin condicionamiento alguno
de color de piel, estatuto social, raza o condición económica.
Esa
creo yo que ha sido la razón que ha llevado a Benedicto XVI a convocar un "Año de la fe"
que comenzará el 11 octubre de 2012 -en el cincuenta aniversario de la apertura
del Concilio Vaticano II- y
terminará el 2 de noviembre de
2013, solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Es evidente que la fe atraviesa en nuestros días horas difíciles y
por eso el Papa llama a todos a renovarla y fortalecerla y a vivirla a la vez «como un acto personal y un acto comunitario»
porque, en efecto, «el primer sujeto de la fe es la Iglesia» y por eso el "creo"
se transforma en '"creernos”.
A
quien esta le pareciera una actitud pasiva o con el peligro de convertirse en
algo egocéntrico
habrá que recordarle que, en palabras del Papa, «la fe sin la caridad no da
fruto y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la
duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente de modo que una permita a la otra
seguir su camino».
Llegamos así, sin forzar las
cosas, a unir esas dos vertientes fundamentales del ser humano que son creer y
amar, síntesis de la que nace espontanea y fresca la esperanza. Esperanza primero en Dios, que dará cumplimiento total a nuestras pobres,
existencias, y esperanza también en los hombres con los que nos sentiremos unidos fraternalmente y con los
que intentaremos crear un mundo mejor.
Fuente: Conferencia Episcopal Española, Xtantos, mayo 2012.