La presentación de Jesús en el templo y la purificación de María (2 de febrero)
"Corramos todos al encuentro de Cristo, lo que con fe celebramos y veneramos su misterio, vayamos todos con alma bien dispuesta. Nadie deje de participar en este encuentro, nadie deje de llevar su luz" (San Sofronio).
La Ley de Moisés
mandaba consagrar al primogénito al Yahvé y ofrecer un sacrificio de rescate
por él (Ex. 13, 11–13) y purificar a la mujer cuarenta días después del parto
(Lev. 12, 6–8). Por ello, la Sagrada Familia subió a Jerusalén después del
nacimiento de Jesús. Como eran pobres ofrecieron la ofrenda de los pobres: un
par de tórtolas o dos pichones. Una vez en el templo Jesús niño se encuentra
con el resto de Israel que le está esperando, representado en los ancianos
Simeón y Ana, que profetizan sobre Él.
La celebración
de esta fiesta con la bendición de candelas y la procesión se remonta a la
liturgia de Jerusalén del siglo IV. Con este rito se quiere significar que la
Luz, Jesús, entra en el templo. Él es “luz
para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”, como proclama
Simeón. Es costumbre
llevarse las candelas a casa y encenderlas en aquellos momentos en que se
necesite una especial oración, para recordarnos que Jesús ilumina nuestra vida.
Hoy es un día para pedir que nos encontremos en nuestra vida con Cristo, como Seméon y Ana, y que con Él nos consagremos al Padre. Esto no es sólo para los que han elegido vivir los consejos evangélicos con votos -aunque por la especial significación de la presntación del Niño hoy se celebre el día de la vida consagrada-, sino para todos los cristianos que por el bautismo han sido hechos uno con Cristo.
***
“Quiero
proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.
El
primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene
el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia
sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los
Padres de la Iglesia relacionaron esta irradiación con el camino espiritual. La
vida consagrada expresa ese camino, de modo especial, como «filocalia», amor
por la belleza divina, reflejo de la bondad de Dios (cf. ib., 19). En el rostro de
Cristo resplandece la luz de esa belleza. «La Iglesia contempla el rostro
transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no correr el riesgo del
extravío ante su rostro desfigurado en la cruz... Ella es la Esposa ante el
Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos
sus hijos… Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es,
ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la
profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para
la comunidad de los hermanos y para el mundo» (ib., 15).
En
segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu
Santo. Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su destino de muerte
y de resurrección para la salvación de todas las naciones y anuncian este
misterio como salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese
testimonio profético, vinculado a su actitud tanto contemplativa como activa.
En efecto, a los consagrados y las consagradas se les ha concedido manifestar la
primacía de Dios, la pasión por el Evangelio practicado como forma de vida y
anunciado a los pobres y a los últimos de la tierra. «En virtud de esta
primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los
pobres en los que él vive... La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad
con él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la
historia» (ib., 84). De este modo la vida consagrada, en su vivencia
diaria por los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya
presente y operante.
En tercer lugar, el icono
evangélico de la Presentación de Jesús en el templo manifiesta la sabiduría de
Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada totalmente a la búsqueda del
rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad; una vida dedicada a la escucha y
al anuncio de su Palabra. «”Faciem tuam, Domine, requiram”: tu rostro
buscaré, Señor (Sal 26, 8…
La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta
búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él (cf. Jn 14, 8)… La persona consagrada
testimonia, pues, el compromiso gozoso a la vez que laborioso, de la búsqueda
asidua y sabia de la voluntad divina» (cf. Congregación para los institutos de
vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad
y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], I)” (Benedicto XVI, 2–2–2011).