Reflexiones al inicio de la Cuaresma
“Rasgad los corazones y nos las vestiduras;
convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento
a la cólera, rico en piedad”
Con
frecuencia reducimos el cristianismo a un humanitarismo genérico. Ser cristiano
sería según esto comprometerse en la construcción de un mundo mejor. En
compañía de esta idea viene no pocas veces un menosprecio del poder de pecado
(la herida del pecado que llevamos todos dentro y los propios pecados
personales). Es como si nos pareciese que el ser humano –cada uno de nosotros–
es lo suficientemente bueno y poderoso como para salvarse a sí mismo y caminar
por la senda moral del Evangelio.
Pero en
contraste con esta forma de pensar humanista y autónoma viene la Cuaresma, año
tras año, que nos recuerda que no bastan las obras humanas (el sacrificio, el
compartir… ni siquiera la justicia o la honradez). Mejor aún, que las obras
humanas son sólo posibles y no se pueden sostener sin la gracia de Dios. El
hombre sólo es redimido de su miseria porque Dios ha entrado en la historia
asumiendo la fealdad y la gravedad del mal, del pecado, hasta la cruz.
Se abre
hoy el tiempo de Cuaresma, en el que antes de meditar lo que podemos hacer, la
reforma de nuestra vida, la conversión de nuestro corazón… se nos invita a
poner a Cristo, Redentor del hombre, en el centro de nuestra vida mediante la
fe (recordemos que estamos en el Año de la fe).
Ciertamente
la fe no es un mero sentimiento de complacencia con Dios (o de
auto–complacencia o auto–justificación ante Dios), sino que es un don y una
respuesta que opera por la caridad. Por lo tanto, la fe precisa que pongamos
todo de nuestra parte (obras de penitencia incluidas, pero en la línea de la
Sagrada Escritura que hemos proclamado: rasgar el corazón, orar, ayunar y
compartir en lo secreto, sin exhibicionismo ni poniéndonos nosotros en el
centro). La fe reclama nuestro esfuerzo pero sabiendo que la primacía la tiene
la gracia de Dios, que nos amó primero.
Dispongámonos,
pues, a recibir la ceniza como signo de penitencia y de querer agradar a Dios,
correspondiendo con su gracia que nos invita a decirle:
“Misericordia, Señor, hemos pecado”.