La Inmaculada y nosotros



A decir verdad el Dogma de la Inmaculada Concepción de María –también el de la Asunción– es algo singular. A primera vista, con su proclamación hace más de siglo y medio el papa Pío IX no  venía poner de manifiesto una verdad de fe en peligro, como suelen hacer los dogmas. Precisamente por esto muchos lo consideraron como un exceso. Otros lo hicieron –y lo hacen hoy– afincados en una “falta de pruebas”. No falta quién dice que este dogma no le dice nada. Pero ¿hace falta que se ponga en peligro una verdad de fe para proclmar un dogma? ¿No hay otras "necesidades" que lo reclaman? ¿Nos puede decir algo el Dogma de la Inmaculdad concepción sobre nosotros mismos?

Con el correr de los siglos y, a partir, de los datos de la Tradición y de la Escritura se ha ido poniendo de manifiesto para la Iglesia cada vez más claramente que María tenía una santidad única y unos dones peculiares que sólo compartía con su Hijo. Esta santidad única aparece en los evangelios apócrifos y en la mayoría de Padres de la Iglesia. Ciertamente algunos de ellos  hablaron de “defectos” de María y no acertaban a conciliar el camino de la fe de María no exento de dificultades, con una santidad plena. Ser santo, ciertamente, no implica saberlo todo y no ahorra el arduo trabajo de la fe.

En cuanto al contenido de este dogma dos tradiciones se entrecruzan y hoy las podemos nosotros complementar: la oriental y la occidental. Para los cristianos orientales María es la “Toda Santa” o “Santísima”, la mujer totalmente poseída por el Todo Santo, el Espíritu, y así la celebran ya desde el siglo VII con gran exuberancia. Podríamos decir que este es el “aspecto positivo”: en María se da santidad perfecta desde el origen.  En la Iglesia occidental, que celebra la Inmaculada con carácter general desde el siglo XV –aunque la fiesta se remonta al X–, la santidad de María será mirada en negativo desde la óptica más realista del pecado. Ella no tuvo pecado y, por lo tanto, tampoco pecado original.

Detalle de la capa de Juan de Orense (parroquia)
Es cierto, que diversos problemas (la ciencia biológica del momento, la concepción de la trasmisión del pecado original que entonces se tenía, disputas de escuela, etc.) y no menos la necesidad de salvar que Jesucristo era redentor de todos (también de María) generaron en la Edad Media una enorme discusión en torno a la Inmaculada concepción en el ámbito occidental. Parecía como si fuese demasiado hermoso eso de que María no fue sólo santa, sino santificada y llena de gracia desde el primer instante de su ser… y, sin embargo, la fe del pueblo y de las gentes sencillas tomaron esta verdad como un símbolo. ¿No sería que nos pertrechaba para los tiempos duros que la Iglesia y la humanidad iban a sufrir en los siglos XIX y XX?
Gran parte de las crisis, luchas y conflictos que han poblado este periodo de tiempo vienen dados por una doble y errónea concepción del ser humano. Junto a un espíritu ideológico de exaltación de todo lo humano también ha crecido el pesimismo sobre el hombre mismo. Las distintas ideologías han dado de sí formas de vida en las que el hombre que parecía mostrarse como a la solución a sus propios problemas, se descubría al final como sólo y desamparado.

Frente a esta concepción tan equivocada del ser humano el Dogma de la Inmaculada concepción ha supuesto un descubrimiento de lo que el hombre -nostros- verdaderamente es: aquello que Dios quiere que sea el hombre, aquello a lo que Dios le ha llamado. 

La Inmaculada concepción nos recuerda, por una parte, la doctrina del pecado original. Pone delante de nuestros ojos la verdad del hombre que si bien no es culpable por naturaleza, dista mucho de una inocencia originaria, como en el mito del buen salvaje. Frente a un endiosamiento del hombre el dogma pone en evidencia que el ser humano viene al mundo envuelto en el mal moral que le penetra, le condiciona y mancha y del que por sí mismo no puede salir, sino es por la intervención salvadora de Jesucristo. Por otra parte, nos ayuda a comprender que Dios nos ha elegido a todos en Cristo para ser santos e irreprochables. No somos fruto del azar o de un experimento defectuoso y, por encima, del estado caído del hombre está la voluntad de Dios desde el principio de compartir con él su santidad. Antes de nuestro pecado existe ya la gracia de Dios, que por ello es más poderosa que el pecado mismo.

En María, la Inmaculada y Toda Santa, encontramos el proyecto que Dios tiene para cada uno de nosotros. Nos ha llamado y rescatado porque “Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef. 1, 4). No parece, pues, que este dogma no tenga nada que ver con nosotros o que sea solamente un privilegio superfluo de María. 

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