"Hermano traidor, escucha"


Guillermo Rovirosa, cristiano militante actualmente el proceso de beatificación, nos ofrece en su libro El primer traidor cristiano: Judas de Keriot, el apóstol la siguiente reflexión que nos puede ayudar en la Cuaresma en nuestro camino de autoexamen y conversión: 

«Hermano traidor, escucha: Lo más peligroso es no saberse traidor, y vigilar únicamente las trai­ciones de «los otros». Esto nos lleva a encerrarnos dentro de la propia muralla, en la que dejaremos entrar a Jesús por pura bondad y con-descendencia nuestras, y como un acto muy meritorio del que le pasamos factura para que ponga su poder a nuestra disposición, pero que no nos moleste demasiado.
Este aislamiento es la venda de los ojos del alma, que no nos deja ver las propias traiciones, y nos empuja a caer en traiciones cada vez mayo­res. No notamos el golpe de la caída porque caemos siempre sobre ese colchón gordísimo, tan blando, tan fofo, tan informe e impreciso, que se llama buena conciencia. Esto en cuanto respecta a nuestro interior.
Exteriormente: el trato con los demás. Constantemente contamos a «los otros» todas nuestras grandezas y excelencias, poniendo un velo tan tupido a «lo otro» que acabamos por olvidarlo nosotros mismos. Esta aureola hemos de mantenerla en nuestra cabeza cueste lo que cues­te. Y así funciona el trato: diciéndonos cosas amables los unos a los otros, haciendo ver que apreciamos para que se nos aprecie. Do ut des. Aquí resuenan como un trallazo aquellas palabras fulminantes: ¿Cómo podréis creer en Mí los que andáis buscando vuestra gloria los unos de los otros?
Si te sientes traidor, poco o mucho, lo primero que te conviene (me parece) es encontrar a otro que se sienta aquejado del mismo mal. Y comunicaros mutuamente las propias traiciones.
Aquí viene como anillo al dedo, pero al revés, aquel cuento moral (sic) tan imbécil de «La manzana podrida». Las manzanas originalmente son sanas, y el mal les viene de fuera; por esto hay que preservarlas. Pero las personas no somos manzanas. Los hombres estamos agusana­dos originariamente, incluso los niños más pequeños; y la sanidad, que es Jesús, nos viene de fuera. Pero Jesús quiere que su sanidad llegue a los hombres a través de otros hombres como una epidemia salutífera que «se pega» de unos a otros. Y lo único que nos pide es que no le ne­guemos a Él y que nos neguemos a nosotros mismos (que no son dos cosas, sino una sola). Por esto hemos de comunicarnos unos a otros nuestras traiciones, para traicionar cada vez menos. Si no hablamos nunca de ellas las llegamos a olvidar, y esto es catastrófico, pues nos conduce al fariseísmo más repugnante. Si hablamos de ellas la vista se nos aclara, la humildad funciona, y con ella el germen de salud que provocará un nuevo milagro de Jesús, sanando una manzana podrida.
¡Quién sabe si unos grupos de traidores conscientes de su propia traición y abominándola, deseosos de seguir a Jesús sin imponerle nuestros métodos, podrán desviar la marcha de la sociedad actual, pa­sando del camino de la traición hipócrita y «canonizada» al camino de la traición reconocida y penitente!
El escribir estas páginas ha sido doloroso y bienhechor para mí; todo a un tiempo. Y ahora, al terminar, siento el aliviador descanso que proporciona una buena purga. Ya sé que este ejemplo es asquero­so, pero es que la materia de que aquí se trata lo es todavía más.
Pero me he quedado a la mitad de camino.
Quiero decir, lector querido, que también te reconoces traidor, que yo te he contado mis traiciones, pero falta que tú me cuentes las tuyas.
Entonces sí que podríamos abrazarnos fuerte, muy fuerte, que los corazones latieran al unísono uno junto al otro; tan fuerte, tan fuerte que ambos corazones se fundieran en uno solo... con el Corazón de Cristo. Ya que Jesús nos ama tal como somos, y no nos pide más que tomemos conciencia de nuestras traiciones para aborrecerlas y seguir­le a Él. ¿Seguirle adonde? A la derecha del Padre. ¡Esto da vértigo!
Asesinos de Jesús con nuestros pecados; ladrones de la gloria de Dios con nuestra soberbia; traidores integrales y ejemplo de todas las ba­jezas, unamos nuestro llanto y elevemos muy alto nuestro grito triunfal:
¡Jesús es nuestro Dios!
Con el Padre y el Espíritu Santo:
¡El único Dios!»

Guillermo RovirosaEl primer traidor cristiano: Judas de Keriot, el apóstol. 1959.

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