Pedir una nueva efusión del Espíritu


Estamos en la semana previa a Pentecostés. En la liturgia de todos los días no se deja de pedir el Espíritu Santo, cuya venida conmemoraremos el domingo. En nuestra oración personal debería ocurrir lo mismo: “Renuévanos, Señor”, “envía tu Espíritu”, “danos una nueva efusión del Espíritu Santo como en Pentecostés”.


Quizá el Espíritu sea para muchos todavía un desconocido. Oramos con frecuencia al Padre y al Hijo, Jesucristo, ¿pero tenemos presente al Espíritu Santo? Sin embargo, vivimos propiamente en el tiempo del Espíritu: este hace posible que la salvación de Jesús esté presente entre nosotros, sea adquirida y comprendida por los hombres de hoy. El Espíritu abre nuestros corazones a la fe, nos da sus dones, nos impulsa al testimonio… porque nos introduce en Jesús.

Hace muchos años una costurera de Carrión de los Condes (Palencia) se quejaba de qué poco conocida era la obra del Espíritu Santo. Esta humilde mujer, apenas sin formación, Francisca Javiera del Valle (1856–1930), escribió un Decenario al Espíritu Santo. En ella afirma una y otra vez que es el Espíritu el que tiene el papel principal en el desarrollo integral de nuestra vida cristiana.
Que en estos días, como los apóstoles en unión con María y el resto de discípulos, pidamos al Señor que envíe su Espíritu y renueve la faz de la tierra.

***

“1.    Santo y Divino Espíritu, que por ti fui­mos criados y sin otro fin que el gozar por los siglos sin fin de la dicha de Dios, y gozar de Él y con Él de sus hermosuras y glorias.
2.    ¡Divino Espíritu! Mira que habiendo sido llamada por ti toda la raza humana a gozar de esta dicha, mira cuan corto es el número que viven con las disposiciones que Tú exige para adquirirla.
3.    Mira, ¡Santidad suma!, ¡Bondad y Cari­dad infinita!, que no es tanto por malicia come lo es por ignorancia. ¡Mira que no te conocen! ¡Si te conocieran no lo harían! ¡Lo hacen por­que no te conocen! ¡Están tan oscurecidas hoy las inteligencias, que no pueden conocer la ver­dad de tu existencia!
4.    ¡Ven, Santo y Divino Espíritu!
¡Ven! Desciende a la tierra e ilumina las in­teligencias de todos los hombres. Yo te asegu­ro, Señor, que con la claridad y hermosura de tu luz, muchas inteligencias te han de conocer, servir y amar.
5.    ¡Señor, que a la claridad de tu luz y a la herida de tu amor, nadie puede resistir ni va­cilar! Recuerda, Señor, lo ocurrido en aquel hombre tan famoso de Damasco al principio que estableciste tu Iglesia. ¡Mira cómo odiaba y perseguía de muerte a los primeros cris­tianos!
6.    ¡Recuerda, Señor, con qué furia salió con su caballo, a quien también puso furioso, y pre­cipitadamente corría en busca de los cristianos, para pasar a cuchillo a cuantos hallaba!
7. ¡Mira, Señor, mira lo que fue, a pesar del intento que llevaba! Le iluminaste con tu luz su oscura y ciega inteligencia, le heriste con la lla­ma de tu amor y al punto que esto le das, te co­noce. Le dices quien eres (cf. Hch 9,6), te sigue, te ama, y no has tenido, ni entre tus apóstoles, defensor más acérrimo de tu Persona, de tu hon­ra, de tu gloria, de tu nombre, de tu Iglesia, y de lodo lo que a ti, Dios nuestro, se refería.
8.    Hizo por ti cuanto pudo y dio la vida por ti; y mira, Señor, lo que vino a hacer por ti, ape­nas te conoció, uno de tus mayores perseguido­res cuando no te conocía.
9.    ¡Señor, da y espera! ¡Mira, Señor, que no es fácil cosa el resistir a tu Luz, ni a tu herida, cuando con amor hieres!
10.    Pues, ven, y si a la claridad de tu luz, no logran las inteligencias el conocerte, ven como Fuego que eres, y préndele en todos los corazones que existen hoy sobre la tierra. ¡Oh yo te juro, por quien eres, que si esto haces, nin­guno resistirá al ímpetu de tu amor!
11. ¡Es verdad, Señor, que las piedras son como insensibles al fuego! ¡Pena grande! ¡Pero se derrite el bronce! ¡Mira, Señor, que las piedras son pocas, porque es muy pequeño el ñu mero de los que, después de conocerte, te han abandonado! ¡La mayoría, que es inmensa, nunca te ha conocido!
12.    ¡Prende aquí! Pon en todos estos corazones la llama divina de tu amor y venís cómo te dicen lo que te dijo aquel tu perseguidor  de Damasco: «Señor,  ¿qué  quieres  que haga?» (Hch 9,5-6).
13.    ¡Oh  Maestro divino!   ¡Oh  Consolador único de los corazones que te aman! ¡Mira hoy a todos los que te sirven con la grande pena de no verte amado porque no eres conocido!
14.    Ven a consolarlos, ¡Consolador divino!, que olvidados de sí, ni quieren, ni piden, ni claman, ni desean cosa alguna sino a ti; y a ti, como Luz y como Fuego, para que incendies la tierra de un confín a otro confín, para tener el consuelo en esta vida de verte conocido, ama­do, servido de todas tus criaturas, para que en, todas se cumplan tus amorosos designios, y ti das las que ahora existimos en la tierra y 1¡ que han de existir hasta el fin del mundo, todas te alabemos y bendigamos en tu divina presencia por los siglos sin fin. Así sea. Amén”  
(Francisca Javiera del Valle, Decenario al Espíritu Santo, Editorial del espiritualidad, Madrid, 1994, pp. 87–90).


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