1º de mayo: fiesta del trabajo, menoria de san José obrero.
Durante
mucho tiempo ha habido un malentendido entre el trabajo y la Iglesia. Quienes
han defendido los derechos de los trabajadores a partir de la ebullición de la
cuestión social en el siglo XIX han visto en la Iglesia una aliada de aquellos
que guidados por la lógica del máximo beneficio han mantenido y mantienen en
muchos casos el mundo del trabajo en la inhumanidad. La Iglesia por su
parte ha mirado con desconfianza a muchos de estos movimientos sociales por su
carácter, a veces, abiertamente ateo.
Pero esta desconfianza ha ido
diluyéndose en el plano, al menos en el plano teórico, por el magisterio de los
Papas que ha dedicado a la cuestión social y al trabajo más de una docena de
documentos al más alto nivel. Nada más lejos de lo genuinamente cristiano: los
cristianos no deben desentenderse de la reivindicación de un trabajo digno y de
una economía guidada por la moral en la que la persona esté en el centro. La
del trabajo debe ser una cuestión sensible, de las más sensibles, a las que se
debe de enfrentar el pensamiento y la acción social cristiana. La caridad
cristiana impulsa también a reclamar la justicia social y la justicia en las
relaciones laborales.
Primero, porque los cristianos reconocemos
en el trabajo una nota creatural del hombre ("y los bendijo
diciéndoles: Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; denominad
los peces del mar, las aves del cielo y todos los vivientes que se mueven sobre
la tierra", Gn. 1, 28; “del
fruto de tu trabajo comerás y te irá bien, Sal. 127, 2) que, además, le
asemeja a Dios creador. En el trabajo el hombre se ejercita, aplica su
inteligencia y su fuerza, aprende habilidades y las desarrolla, y extiende
también sus relaciones con los otros. El trabajo posibilita nuestro desarrollo
personal y comunitario. Segundo, porque el trabajo es el recurso para la
familia en dos sentidos: porque constituye su sostén y abre a la familia a la
sociedad.
Por ello los atentados contra
el trabajo digno y estable son atentados contra la persona y contra la familia.
Un trabajo en el que se pierde la dignidad personal por las condiciones en las
que se ejerce, que no es seguro y que no es capaz de dar la estabilidad
necesaria para el sujeto o para formar y mantener una familia, que no
proporciona el sustento necesario a los padres y a aquellos a los que tienen a
su cargo porque la remuneración no es justa... se convierte ciertamente en un
trabajo que "aliena". Del mismo modo el paro, que tanta gente sufre
hoy en nuestro entorno, impide la realización de la persona -no sólo en el sentido
material, sino también espiritual- y pone en peligro a la familia y a la
sociedad.
En este
1º de mayo, en que la sociedad civil celebra la fiesta del trabajo, en la
Iglesia celebramos la memoria de San José, el padre adoptivo de Jesús, que con
sus manos sacó adelante a su familia. Nos hacemos cargo de las dificultades e
injusticias que genera un trabajo deficiente y también del drama del paro.
Pedimos al Señor su ayuda para construir un modelo económico y social en el que
el trabajo digno prime sobre los intereses del capital y llamamos a la
conciencia de nuestros hermanos, creyentes y no creyentes, para hacer posible este
empeño.
Para la
reflexión aportamos dos párrafos de la encíclica de Juan Pablo II Laborem Exercens, sobre el trabajo.
***
9. Trabajo - dignidad de la
persona. Continuando
todavía en la perspectiva del hombre como sujeto del trabajo, nos conviene
tocar, al menos sintéticamente, algunos problemas que definen con mayor
aproximación la dignidad del trabajo humano, ya que permiten
distinguir más plenamente su específico valor moral. Hay que hacer esto,
teniendo siempre presente la vocación bíblica a «dominar la tierra»,14 en la que se ha expresado la voluntad del
Creador, para que el trabajo ofreciera al hombre la posibilidad de alcanzar el
«dominio» que le es propio en el mundo visible.
La intención fundamental y primordial de Dios respecto
del hombre, que Él «creó... a su semejanza, a su imagen»,15 no ha sido revocada ni anulada ni siquiera
cuando el hombre, después de haber roto la alianza original con Dios, oyó las
palabras: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan»,16 Estas palabras se refieren a la fatiga
a veces pesada, que desde entonces acompaña al trabajo humano; pero no
cambian el hecho de que éste es el camino por el que el hombre realiza
el «dominio», que le es propio sobre el mundo visible «sometiendo» la
tierra. Esta fatiga es un hecho universalmente conocido, porque es
universalmente experimentado. Lo saben los hombres del trabajo manual,
realizado a veces en condiciones excepcionalmente pesadas. La saben no sólo los
agricultores, que consumen largas jornadas en cultivar la tierra, la cual a
veces «produce abrojos y espinas»,17 sino también los mineros en las minas o en
las canteras de piedra, los siderúrgicos junto a sus altos hornos, los hombres
que trabajan en obras de albañilería y en el sector de la construcción con
frecuente peligro de vida o de invalidez. Lo saben a su vez, los hombres
vinculados a la mesa de trabajo intelectual; lo saben los científicos; lo saben
los hombres sobre quienes pesa la gran responsabilidad de decisiones destinadas
a tener una vasta repercusión social. Lo saben los médicos y los enfermeros,
que velan día y noche junto a los enfermos. Lo saben las mujeres, que a veces
sin un adecuado reconocimiento por parte de la sociedad y de sus mismos
familiares, soportan cada día la fatiga y la responsabilidad de la casa y de la
educación de los hijos. Lo saben todos los hombres del trabajo y,
puesto que es verdad que el trabajo es una vocación universal, lo saben todos
los hombres.
No obstante, con toda esta fatiga —y quizás, en un
cierto sentido, debido a ella— el trabajo es un bien del hombre. Si este bien
comporta el signo de un «bonum arduum», según la terminología de Santo Tomás;18 esto no quita que, en cuanto tal, sea un
bien del hombre. Y es no sólo un bien «útil» o «para disfrutar», sino un bien
«digno», es decir, que corresponde a la dignidad del hombre, un bien que
expresa esta dignidad y la aumenta. Queriendo precisar mejor el significado
ético del trabajo, se debe tener presente ante todo esta verdad. El trabajo es
un bien del hombre —es un bien de su humanidad—, porque mediante el trabajo el
hombre no sólo transforma la naturalezaadaptándola a las propias
necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es
más, en un cierto sentido «se hace más hombre».
Si se prescinde de esta consideración no se puede
comprender el significado de la virtud de la laboriosidad y más en concreto no
se puede comprender por qué la laboriosidad debería ser una virtud: en efecto,
la virtud, como actitud moral, es aquello por lo que el hombre llega a ser
bueno como hombre.19 Este hecho no cambia para nada nuestra
justa preocupación, a fin de que en el trabajo, mediante el cual la materia es ennoblecida,
el hombre mismo no sufra mengua en su propia
dignidad.20 Es sabido además, que es posible usar de
diversos modos el trabajo contra el hombre, que se puede
castigar al hombre con el sistema de trabajos forzados en los campos de
concentración, que se puede hacer del trabajo un medio de opresión del
hombre, que, en fin, se puede explotar de diversos modos el trabajo humano, es
decir, al hombre del trabajo. Todo esto da testimonio en favor de la obligación
moral de unir la laboriosidad como virtud con el orden social del
trabajo, que permitirá al hombre «hacerse más hombre» en el trabajo, y
no degradarse a causa del trabajo, perjudicando no sólo sus fuerzas físicas (lo
cual, al menos hasta un cierto punto, es inevitable), sino, sobre todo,
menoscabando su propia dignidad y subjetividad (14. Cfr. Gén 1,
28. 15. cfr. Gén 1,
26-27. 16. Gén 3,
19. 17. Heb 6,
8; cfr. Gén 3, 18. 18. Cfr. Summa Th. , I-II, q. 40, a. 1 c; I-II, q. 34, a. 2,
ad 1. 19. Cfr. Summa Th. ,
I-II, q. 40, a. 1 c; I-II, q. 34, a. 2, ad 1. 20. Cfr. Pío XI, Carta Encíclica Quadragesimo anno: AAS 23 (1931) p. 221-222).
10. Trabajo y
sociedad: familia, nación. Confirmada de este modo la dimensión personal del
trabajo humano, se debe luego llegar al segundo ámbito de valores, que
está necesariamente unido a él. El trabajo es el fundamento sobre el que se
forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una
vocación del hombre. Estos dos ámbitos de valores —uno relacionado con el
trabajo y otro consecuente con el carácter familiar de la vida humana— deben
unirse entre sí correctamente y correctamente compenetrarse. El trabajo es, en
un cierto sentido, una condición para hacer posible la fundación de una
familia, ya que ésta exige los medios de subsistencia, que el hombre adquiere
normalmente mediante el trabajo. Trabajo y laboriosidad condicionan a su vez
todo el proceso de educación dentro de la familia,
precisamente por la razón de que cada uno «se hace hombre», entre otras cosas,
mediante el trabajo, y ese hacerse hombre expresa precisamente el fin principal
de todo el proceso educativo. Evidentemente aquí entran en juego, en un cierto
sentido, dos significados del trabajo: el que consiente la vida y manutención
de la familia, y aquel por el cual se realizan los fines de la familia misma,
especialmente la educación. No obstante, estos dos significados del trabajo
están unidos entre sí y se complementan en varios puntos.
En conjunto se debe recordar y afirmar que
la familia constituye uno de los puntos de referencia más importantes, según
los cuales debe formarse el orden socio-ético del trabajo humano. La doctrina
de la Iglesia ha dedicado siempre una atención especial a este problema y en el
presente documento convendrá que volvamos sobre él. En efecto, la familia es,
al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y
la primera escuela interior de trabajo para todo hombre.
El tercer ámbito de valores que emerge en
la presente perspectiva —en la perspectiva del sujeto del trabajo— se refiere a
esa gran sociedad, a la que pertenece el hombre en base a
particulares vínculos culturales e históricos. Dicha sociedad— aun cuando no ha
asumido todavía la forma madura de una nación— es no sólo la gran «educadora»
de cada hombre, aunque indirecta (porque cada hombre asume en la familia los
contenidos y valores que componen, en su conjunto, la cultura de una
determinada nación), sino también una gran encarnación histórica y social del
trabajo de todas las generaciones. Todo esto hace que el hombre concilie su más
profunda identidad humana con la pertenencia a la nación y entienda también su
trabajo como incremento del bien común elaborado juntamente con sus compatriotas,
dándose así cuenta de que por este camino el trabajo sirve para multiplicar el
patrimonio de toda la familia humana, de todos los hombres que viven en el
mundo.
Estos tres ámbitos conservan
permanentemente su importancia para el trabajo humano en su
dimensión subjetiva. Y esta dimensión, es decir la realidad concreta del hombre
del trabajo, tiene precedencia sobre la dimensión objetiva. En su dimensión
subjetiva se realiza, ante todo, aquel «dominio» sobre el mundo de la
naturaleza, al que el hombre está llamado desde el principio según las palabras
del libro del Génesis. Si el proceso mismo de «someter la tierra», es decir, el
trabajo bajo el aspecto de la técnica, está marcado a lo largo de la historia
y, especialmente en los últimos siglos, por un desarrollo inconmensurable de
los medios de producción, entonces éste es un fenómeno ventajoso y positivo, a
condición de que la dimensión objetiva del trabajo no prevalezca sobre la
dimensión subjetiva, quitando al hombre o disminuyendo su dignidad y sus derechos
inalienables.
Ver
texto completo de la encíclica en http://www.vatican.va/edocs/ESL0037/_INDEX.HTM