Santísima Trinidad



Esta debería ser una fiesta en la que nos dedicásemos a la alabanza de Dios, a la adoración, a gozar de Él, de su grandeza e inmensidad. Sin embargo, nosotros , hombres y mujeres occidentales y modernos, queremos más bien que se nos explique el problema que a veces acucia nuestra mente desde la catequesis. No nos sale la cuenta: 1+1+1=3 y no igual a 1. ¿Cómo pueden el Hijo y el Espíritu Santo venir del Padre desde la eternidad? ¿Qué es eso mismo de la ‘eternidad de Dios’?

San Agustín ya decía que “si lo entiendes no es Dios”, es decir, si lo puedes reducir a ideas humanas, a explicaciones mundanas como el funcionamiento de un coche o de una lavadora, eso ya no es Dios, es un cacharro.

Si algo podemos decir de la Santísima Trinidad e dar un poco de luz a ese Misterio del ser mismo de Dios es quizá desde el amor. El Amor, el de Dios, es libre, incondicionado, no necesita nada fuera de sí y es siempre fecundo y generador de vida nueva.

Jesús en su existencia terrena ha dado testimonio de este amor. Podríamos decir con una palabra nuestra que Jesús ha mostrado en su vida la ‘compenetración’ de las Personas divinas. Así en el evangelio de san Juan: “Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que el Espíritu Santo tomará de lo mío y os lo anunciará”.

El Padre, dicen los teólogos, es la fuente de la que mana el Hijo. Su amor es fecundo y siempre tiene un Hijo y ese amor que se tienen entre los dos, Padre e Hijo, es tan fuerte que es otra persona más: el Espíritu Santo. Juntos son Dios y no pueden estar uno sin otro.

Podríamos pensar que esto es una absoluta novedad que nos ha revelado Jesús. Y en parte así lo es, porque el amor de Dios sólo le hemos conocido hasta sus últimas consecuencias en su vida. Pero todo el Antiguo Testamento anuncia ya esta verdad. Junto a Dios creador está la Sabiduría –el Hijo– según la cuál este mundo ha sido creado de forma ordenada, bella, buena… Pero a su vez si el mundo tiene vida es porque el Espíritu se ha cernido sobre las aguas o ha sido soplado por Dios sobre los hombres.

¿Por qué, pues, alabar a Dios hoy? Porque ese misterio y esa grandeza que Él es no se la ha querido reservar para sí, sino que la ha querido compartir con nosotros. El ser humano existe no para otra cosa que para gozar de la gloria de Dios. Este es nuestro destino. Dice san Pablo: por Jesús “hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios”.

Hay también otra razón. Si somos imagen y semejanza de Dios, también nosotros llevamos impresa la señal de la Trinidad. Ésta no consiste en otra cosa sino en que aunque cada uno seamos personas individuales, sólo podemos ser felices en comunidad. Una existencia humana cuanto más solitaria más triste e infeliz.

“Pero los demás nos molestan”, “el infierno son los otros”, se podría objetar. Si los demás nos molestan eso es fruto del pecado, de que no sabemos vivir bien el amor de Dios. No de una trampa, de que Dios nos haya hecho mal. Si Dios nos ha creado a cada uno para gozar de su misma gloria, si nuestro destino es común, nuestro camino es también común. Sabemos que no se puede separar el amor de Dios del amor al prójimo, la fe en la Trinidad y la vivencia de la comunidad, de la Iglesia.

“Tú, Trinidad eterna, –decía santa Catalina de Siena– eres mar profundo, en él cuanto más penetro, más descubro”. La Trinidad no es una misterio que se nos haya revelado para ser comprendido, poseído,  sino para entrar en Él y dejarnos asombrar y poseer por Él. 

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