Pentecostés: el Espíritu y la palabra.
Cincuenta días
después de la liberación de Egipto y del paso del Mar Rojo (Pascua) los judíos
recibieron la Ley de Dios al pie del Sinaí. Ésta era la constitución que les
hacía pueblo, pueblo de Dios. En los diez mandamientos reconocían el camino que
Yahvé les invitaba a seguir para ser propiedad suya, para ser una nación consagrada
al Señor.
También los
cristianos cincuenta días después de liberación del pecado y de la muerte por
Jesús (la Pascua de Jesús) hemos recibido un don, un regalo de Dios. Ya no es
una Ley escrita en tablas de piedra, sino que es el mismo Espíritu de Dios, que
no nos hace una nación concreta, sino un pueblo universal de toda raza, lengua
y nación de adora a Dios en espíritu y verdad. Es decir, que nos hace Iglesia.
Reunidos en el
mismo lugar en que Jesús entregó su Cuerpo y su Sangre antes de morir en la
cruz, estaban no sólo los apóstoles, sino aquel primer grupo de creyentes tan pequeño.
Estaban, por supuesto, las mujeres, a la cabeza María. Ellas habían sido las
que habían permanecido fieles a Jesús. Todos recibieron el Espíritu Santo que
Jesús había prometido. Nadie se quedó sin Él.
¿Habían hecho
algo para merecerlo? ¿Por qué fueron ellos el germen de la Iglesia fecundado
por la Fuerza de lo alto? Sólo una cosa: habían guardado la palabra de Jesús.
El hombre no merece el don de Dios, pero Dios quiere que el hombre se disponga
a recibir sus dones. De tal modo que la oración de María y los discípulos –el
guardar la palabra de Jesús– es la preparación indispensable para que venga el
Espíritu Santo.
La Iglesia que
hoy busca una vuelta a los orígenes evangelizadores para cumplir con la misión
de Jesús de anunciar su Reino a todos los hombres, su memoria viva y eficaz, si
quiere recibir un nuevo Pentecostés debe volver su mirada constantemente sobre
la palabra de Dios, guardarla y meditarla en el corazón como María. María es
precisamente la llena de gracia del Espíritu Santo por ser mujer de la palabra,
como lo muestra en el Magnificat.
Sin guardar la
palabra no habrá efusión del Espíritu. Sin vuelta a la palabra de Dios no habrá
renovación de la vida cristiana, no habrá vida en el Espíritu y el cristiano
será igual que el pagano: un hombre entregado a la carne, es decir, a la
debilidad de nuestra existencia mundana, pequeña, herida, limitada y pecadora. El
Espíritu es el vivificador, es la fuerza de Dios que opera sobre la materia
muerta de nuestras vidas y las recrea y resucita. Las embellece con sus dones y
las rescata de la mediocridad. Es Él que trabaja dentro de corazón y fuera de
él el que nos puede cambiar la vida y lanzar a la Iglesia una vez más hacia la
siempre nueva evangelización.
Necesitamos el Espíritu
para que nos dé nueva vida, vayamos a la palabra. Con María y los apóstoles entremos en el
cenáculo y guardemos la palabra de Dios en nuestro corazón.