La multiplicación de los panes: Dios salva desde lo que el hombre da


Sabemos que la salvación es gratuita. Dios nos salva porque quiere o, mejor, porque nos quiere. Pero Dios no quiere salvar si el hombre no pone de su parte. Dios no salva a pesar del hombre, sino con él hombre.

En el evangelio de hoy (Jn. 6, 1–15) Jesús quiere multiplicar los panes y los peces para dar de comer a la muchedumbre. Sin embargo, tiene que haber alguien que ponga esos propios panes y peces. Dios cuenta con el hombre y salva desde lo que el hombre le da.

Jesús pregunta: “¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?” Y con ello implica a los discípulos: “Aquí hay un muchacho que tiene…”. Ya se trate de dar de comer el pan material a los hombres o el pan de la Palabra de Dios, nuestra colaboración es necesaria, porque así lo quiere Dios desde su gratuidad: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín). Así actúa siempre Jesús.

En estos días de Festival de Evangelización Dios ha querido contar con nosotros para anunciar su Palabra. Desde los distintos ministerios y servicios Él nos ha comprometido como a aquel muchacho y con nuestra pobre aportación ha querido dar de comer a una muchedumbre.

Dios hace el primer movimiento de acercarse al hombre, si el hombre responde la salvación será superabundante. Es muchísimo más de lo que esperamos y, desde luego, de lo que le damos nosotros a Dios. Eliseo dio de comer a cien personas con veinte panes de cebada. Jesús con cinco y dos peces da de comer a muchos más de cinco mil hombres. Con unos pocos peces da de comer a una multitud y sobra. Dios no se deja ganar en generosidad.

Lo mismo con nosotros: le damos la vida, la consagramos al servicio del Reino de Dios y el te hace feliz. También los hemos experimentado estos días con la misión del grupo Kerygma: no ha habido una cara triste entre los laicos, religiosos y sacerdotes que hemos estado misionando y rezando para que haya fe.

Éste es el gran misterio que celebramos en cada Eucaristía: también en el ofertorio nosotros llevamos algo: nuestra propia vida que se ofrece junto al pan y el vino. En la misa nos ofrecemos a nosotros mismos y, si lo hacemos de corazón, nuestra vida es transformada como son transformados el pan y el vino. Nuestra vida cambia. Es ya vida de Dios con la que Dios puede salvarnos y salvar.

A veces nos preguntamos: ¿cómo puede cambiar nuestra vida?, ¿cómo puede cambiar el mundo? Sin desechar cuantas reformas y cambios exteriores haya que hacer, en el fondo no hay más que una salida: ofrecerle a Dios lo poco que somos y tenemos para que Él lo transforme. 

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