HOMILIA DEL PAPA EN LA CANONIZACIÓN DE JUAN XXIII Y JUAN PABLO II
En una ceremonia sin precedentes en la historia de la Iglesia, el Papa Francisco declaró santos a San Juan Pablo II y San Juan XXIII .
Este es el texto completo de la homilía que pronunció el Papa Francisco:
“En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que San Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.
Él ya las enseñó la primera vez que
se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana,
el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde no estaba; y, cuando
los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras
no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después,
Jesús se apareció de nuevo
en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se
dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre
sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas,
se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
Las llagas de Jesús son un escándalo para
la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo
de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque
aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y
son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe,
sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro,
citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado»
(1 P 2,24; cf. Is 53,5).
San Juan XXIII y San Juan Pablo II
tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos
llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de
Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en cada
persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos
de la parresía del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y
el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas
del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos,
Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del
hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia
de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía
materna de María.
En estos dos hombres contemplativos
de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una
esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La
esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los
que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual,
purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la
cercanía a los pecadores hasta
el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta
es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un
don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo
de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta esperanza y esta alegría se
respiraban en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como
se nos narra en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42-47). Es una
comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor,
la misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para
restaurar y actualizar la Iglesia según su fisonomía originaria, la
fisonomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos.
No olvidemos que son precisamente los
santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la
convocatoria del Concilio, San Juan XXIII demostró una delicada
docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un
pastor, un guía-guiado. Éste fue su gran servicio a la Iglesia; fue el
Papa de la docilidad al Espíritu.
En este servicio al Pueblo de Dios, San Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.
Que estos dos nuevos santos pastores
del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos
dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio
pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las
llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia
divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama”.