¡¿Cómo se puede ser cristiano y no creer y desear una vida eterna –y esta resucitada–?!


Hace unos días asistí a una charla que tenía por título “¿Reencarnación o resurrección?”. La daba un profesor de teología muy sólido que se esforzó por hacer entender que la resurrección responde mejor a la experiencia humana (unidad alma/cuerpo) y, por tanto, al deseo y esperanza en la vida eterna. Inmediatamente después las preguntas fueron precisamente dirigidas, no sin escepticismo, al cómo, cuándo, dónde… de la resurrección –y eso que estábamos en un ambiente cristiano–. En seguida me surgió la pregunta, mezclada con admiración: ¡¿Cómo se puede ser cristiano y no creer y desear una vida eterna?! ¡¿Cómo se puede ser cristiano y no creer y desear una vida eterna?! Pues, sí, por lo visto hay que se empeña en esta vida en ser cristiano sin mirar nunca hacia la vida eterna, la vida que Dios no ha querido dar para siempre y que incluye la resurrección de la carne.

Preparando la liturgia del domingo, algún tiempo después, me di cuenta de que el Buen Pastor insistía precisamente en la vida eterna que ha venido a dar a sus ovejas. Y con pesar pensé en ese cristianismo chato, moralista –y, a la larga, mundano– que quizá se mantiene en pie porque “en la iglesia me siento bien” o “porque me lo enseñaron mis padres”. Semejante deformación de la fe no tiene futuro. La fe cristiana saldrá adelante sólo adelante si corresponde al corazón humano. ¡Y vaya si corresponde! Unamuno en su querer–creer–y–no–poder, no veía, sin embargo, otra razón de la fe que la supervivencia del yo más allá de la muerte. “Ser yo, ser siempre”, que diría el maestro salmantino. 

La Iglesia y su predicación no han sido instituidas por el Buen Pastor para que la gente “se sienta bien” o para que se conserven las tradiciones de los mayores. Sino para que creamos en Jesucristo y creyendo tengamos vida eterna. Eso es lo que nos da el Buen Pastor y para eso Él mismo se ha hecho oveja por la encarnación. Cristo no es un fantasma, sino el Dios encarnado de carne glorificada después de su muerte en cruz y su resurrección y por el cual toda carne será glorificada. Mirar con escepticismo la vida eterna (y esta resucitada) no es soslayar un artículo marginal del credo cristiano, sino el fin final de toda nuestra fe: que Dios ha creado al mundo y al hombre, la vida, y quiere que esa vida participe eternamente de su amor. No creo, pues, que se pueda ser cristiano y pasar por alto la vida eterna –y esta resucitada–. 

***

Hace ya algunos años en un medio de comunicación para nada confesional y de la pluma de un polemista no-católico apareció un artículo que decía: 

"Hace unos días asistí al funeral de una excelente persona muy querida por cuantos la conocieron. La parroquia estaba más bien mohína, como es razonable, hasta que comenzó el sermón. Entonces nos pusimos tristísimos. El buen cura vino a decir que lo mejor que puede hacerse en esta vida es morirse, porque de inmediato nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un alegre y vertiginoso incendio. Lo cual está muy bien, pero lo presentaba como algo estrictamente espiritual. Sólo nuestra parte inmaterial pasaba a formar parte de tan colosal luminosidad. Ni una palabra dijo sobre la parte carnal. Ahora bien, si la resurrección de la carne, la Gloria eterna, se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo tirar, hegeliana, dos potentes pensamientos ateos. Sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un Internet eterno.
Mientras escuchaba las palabras del bondadoso sacerdote, me vinieron a la cabeza espeluznantes imágenes de una película de Dreyer, la sublime Ordet (La Palabra): cuando el personaje chiflado que todos creen mudo se enfrenta al cadáver de su cuñada y comienza a balbucear con voz cada vez más tonante hasta que, fuera de sí, aúlla las terribles palabras y ordena a la muerta que resucite. Al tiempo de caer desvanecido, la mujer se incorpora. Creo recordar que las flores que cubrían su cuerpo resbalan hasta el suelo volando con la lentitud de una sumisión reticente.
Católicos no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz." (Félix de Azúa, El País, 21-VI-2000)


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