La cruz (meditación para Cuaresma)


–. Proclamación del evangelio según san Lucas 23, 33–49.  

–. Meditación.

Es curioso, la multitud aclamó a Jesús al entrar en Jerusalén, manipulada por los ancianos y los sacerdotes pidió la muerte del mismo y, finalmente, ante el espectáculo de la cruz “se volvía dándose golpes de pecho”. Incluso el centurión reconocía en Jesús crucificado al Justo, al Hijo de Dios. También Dimas el ladrón le pidió estar junto a Él en el paraíso. La fuerza de este cambio es la fuerza de la cruz.
La cruz no es un mero objeto bonito (en eso lo hemos convertido muchas veces: en un adorno). La cruz es nuestra identidad, porque es la identidad de Dios. No basta con conocer al Jesús que predicaba la conversión, el Reino, el perdón y la fraternidad… que multiplicaba el pan y curaba a los enfermos… no basta el Jesús que anduvo en el mar de Galilea. Si nos quedamos ahí, como muchos se quedan, no tenemos más que un hombre, un buen hombre, el mejor –quizá– de todos los hombres. Hay que ir a la cruz, al Calvario, para entender todo lo que ha querido decir, todo lo que ha querido revelar y comunicar Jesús. En la cruz de Jesús se manifiesta Dios. Por la cruz sabemos quién es Dios y cómo es Dios.
También es cierto que a quién busca otra cosa, otro Dios –quizá la idea deformada que tiene de Dios– la cruz le sirve de piedra en la que tropezar. Muchas veces nosotros mismos tropezamos con ella. “Mientras, dice San Pablo, los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; más para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad de divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1Cor. 1, 22–25).
Recordemos hasta qué punto la cruz es motivo de crisis para los discípulos. De hecho Jesús anunció a sus discípulos varias veces lo que iba a sucederle en Jerusalén, la cruz y la resurrección (Mt. 17, 22–23, Mt. 20, 17–19, Mt. 20, 26–28), y parece que los discípulos no entendieron. Cuando Jesús pregunta sus discípulos quién es y Pedro confiesa que es “el Mesías”. Acto seguido Jesús anuncia su pasión y Pedro le reprende y Jesús tiene a su vez que reprender a Pedro (Cf. Mt. 16, 15–23). De hecho al pie de la cruz están María, su Madre, unas cuantas mujeres y Juan. Los discípulos no han soportado la cruz: tienen miedo, han desesperado, le han negado… Y a nosotros nos pasa lo mismo. Por eso pidamos al Señor en esta Cuaresma que nos ayude a entender el misterio de la cruz y, más aún, a vivirlo. Por otra parte, seguro que tenemos referencias en la vida de los santos, en palabras que hemos escuchado, en comportamientos, en la vida… de personas lejanas o cercanas que nos ayudan a comprender y asimilar que en la cruz está la Vida, está Dios, se revela el amor de Dios.
Si tuviéramos que hacer una definición de la cruz, de Cristo tendido en el madero, escarnecido, taladrado y muerto por nosotros, podríamos decir que la cruz es el “domicilio del amor Dios” (Angelo Comastri) y que conocemos su amor por la cruz.
La cruz es el gesto de que el amor de Dios es:

· Absoluto. Hemos dicho que junto a la cruz de Jesús sólo quedó María, unas mujeres y Juan. Jesús estaba prácticamente sólo (aunque no hay que subestimar la presencia de María, habría que hablar mucho de ello). Pero, en definitiva, la cruz de Jesús nos descubre lo que ya antes habían dicho los profetas: “Dios por su cuenta os dará un signo” (Is. 7, 14). Aunque no le hagáis caso, aunque no os arrepintáis, aunque ignoréis su amor… Dios sigue amándoos y por su cuenta os ofrecerá la salvación.
El amor de Dios es absoluto, es decir, no depende de nosotros, de nuestra correspondencia. ¡Qué diferente a nuestro amor! Nuestro amor se mustia, se apaga muchas veces cuando no es correspondido. El amor de Dios no. “Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2Tm. 2, 13).
En la cruz de Jesús conocemos que el amor de Dios es fiel y está por encima de nuestras infidelidades. De hecho podemos volver siempre a Él y nunca será tarde porque siempre nos estará esperando. Esto se revela en la cruz: en medio del desprecio de los hombres, en medio de su negativa a aceptar el amor, Dios sigue amando hasta el extremo de morir en la cruz. La Trinidad entera ama: el Padre entrega al Hijo de sus entrañas, el Hijo acepta y perdona y el Espíritu que es el mismo amor lo envuelve todo.

· Sin reservas. Esto quiere decir que no ha quedado nada en Dios que no nos haya dado. Podemos parafrasear a San Juan de la Cruz y decir que “en Jesús Dios nos ha dado todo lo que tiene junto y de una vez y no tiene más que dar” (Cf. Subida al Monte Carmelo, II, 2, 3). Se ha dado Dios sin reservas.
Así es el amor de Dios, frente a nuestro amor que es pequeño, limitado, rácano… ¡Qué contraste!
Tú y yo hemos recibido todo el amor de Dios en la cruz. ¡En no se ha quedado nada para sí! Ni la sangre del corazón: “Pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua” (Jn. 19, 33–34). Hasta la última gota de sangre.
La historia de la Encarnación es la historia del despojamiento de Dios, poco a poco por nosotros Dios en Jesús se ha despojado de todo: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos. Y así actuando como un hombre cualquiera se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz” (Flp. 2, 5–8).

· Verdadera omnipotencia. Al comienzo de la su crucifixión, nada más ser levantado, Jesús exclama: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Esto convierte la cruz en un acontecimiento de perdón. Jesús le había dado a su muerte en la cruz además un significado muy preciso en la última cena: el perdón de los pecados. “Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias y dijo: «Bebed todo; esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados»” (Mt. 26, 27–28).
Si nos paramos a pensar, es verdad, el poder de Dios se manifiesta de manera especial en el perdón. Porque el pecado es lo más contrario a Dios y Dios puede incluso con ello. Dice el libro de la Sabiduría: "Te compadeces de todos porque lo puedes todo" (Sb. 11, 23) y en una de las oraciones de la misa decimos: "Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia..." (Misal Romano, Colecta del domingo XXVI).
Por ello, la cruz es manifestación del poder de Dios. Dios en Jesús asume el sufrimiento, la muerte, el pecado de la humanidad y lo redime, lo perdona, lo cancela por el poder de su amor.

“Si queremos saber quién es Dios, tenemos de arrodillarnos a los pies de la cruz” (Jürgen Moltmann). Si queremos conocer la largura, la anchura, profundidad del amor de Dios arrodillémonos ante la cruz de Jesús. No la pasemos por alto. Ella está clavada siempre en medio de nuestro pueblo, en medio de nosotros, para recordarnos el amor de Dios hacia nosotros.
“Después de esto ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm. 9, 31–39).
Pidamos al Señor, la gracia de que esto se cumpla en nuestra vida.

***

Pastor que con tus silvos amorosos
Me despertaste del profundo sueño:
Tú qué hiciste cayado de este leño
En que tienes los brazos poderosos,

Vuelve los ojos a mi fe piadosos,
Pues te confieso por mi amor y dueño
Y la palabra de seguir te empeño
Tus dulces silbos y tus pies hermosos.

Oye, Pastor, pues por amores mueres,
No te espante el rigor de mis pecados
Pues tan amigos de rendidos eres.

Espera, pues, y escucha mis cuidados…
Pero ¿cómo te pido que me esperes
Si estás para esperar, los pies clavados?

(F. Lope de Vega)

***
No me mueve mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido
ni me mueve el infiero tan temido
para dejar, por eso, de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte

Muéveme, en fin, tu amor de tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera

no me tienes que dar porque te quiera,
porque aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.

(Anónimo)

***
Jesús, pensativo me postro a los pies de la Cruz:
¡también yo la he construido con mis pecados!
Tu bondad, que no se defiende
y se deja crucificar, es un misterio
que me supera y me conmueve profundamente.

Señor, viniste a! mundo por mí,
para buscarme,
para traerme el abrazo del Padre.

Tú eres el rostro de la bondad y de la misericordia:
¡por eso quieres salvarme!
Dentro de mí hay tinieblas:
ven con tu límpida luz.
Dentro de mí hay mucho egoísmo:
ven con tu ilimitada caridad.
Dentro de mí hay rencor y maldad:
ven con tu mansedumbre y tu humildad.

Señor, el pecador que ha de ser salvado soy yo:
el hijo pródigo que debe regresar, soy yo.
Señor, concédeme el don de lágrimas
para volver a encontrar la libertad y la vida,
la paz contigo y la alegría en Ti. Amén.

(Angelo Comastri)

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